Introducción

La identidad canaria no es algo que exista desde siempre. La canariedad es un producto histórico concreto fruto de la expansión colonial europea moderna. Antes de tal expansión había diferentes culturas imazighen2 viviendo en diferentes islas, y es después cuando aparece, al menos con seguridad, una especie de noción de etnicidad compartida (Serrato, 2017). La canariedad es fruto pues de un proceso violento de transculturación, en el que cuerpos nativos y cuerpos extranjeros van a relacionarse entre sí hasta el punto de que el marcador identitario de lo ‘indígena’ desaparezca casi por completo. Mi objetivo es abordar este proceso desde un punto de vista descolonial, poniendo el acento en la dimensión identitaria del colonialismo moderno y de la opresión.

Para entender cómo funcionan los procesos de transculturación se vuelven fecundas nociones como la de ‘criollización’ (Glissant, 1990) y ‘colonialidad’, en circulación desde hace ya dos décadas gracias al llamado ‘giro decolonial’ (Castro Gómez and Grosfoguel, 2007). Esta última noción nos permite examinar el colonialismo en una dimensión compleja y profunda, instituido además en múltiples opresiones. Dos de ellas me dispongo a examinar en concreto en este artículo, la faceta racial y la faceta sexual (entendiendo sexual como división sexual de los cuerpos), sugiriendo que son cruciales para comprender la conformación de las identidades culturales.

Creo que hablar de estas dos facetas es importante al hablar de canariedad, pues ambos son asuntos muy descuidados, infravalorados o examinados desde una perspectiva fragmentada, como trataré de mostrar. Al mismo tiempo, la canariedad resulta un punto de partida idóneo para reflexionar sobre la raza o el género. De un lado, pienso que los lugares que son problemáticos en su definición, que son fronterizos, son fructíferos para pensar categorías identitarias (Pérez Flores, 2017). Del otro, la canariedad tiene mucho qué decir acerca del origen histórico de estas nociones, vectores de la colonialidad. Si en la citada empresa colonial europea moderna una expansión primera es la de los europeos que llegan a las islas con aspiraciones colonizadoras, es presumible pensar que Canarias es un lugar propicio para pensar en la colonialidad más primigenia. Además, hablar de raza es muy interesante desde una perspectiva feminista, pues si bien existen estudios con perspectiva de género de la historia canaria (Mª Eugenia Monzón, José Antonio Ramos, Yanira Hermida, González Pérez, etc.), así como toda una tradición antropológica de pensar la raza (revisada críticamente por Fernando Estévez), lo que no es usual es colocar la raza en el centro desde una perspectiva feminista. Esto se debe a toda una herencia racista del feminismo hegemónico que hace décadas viene siendo cuestionada por los feminismos o discursos críticos de mujeres racializadas, que serán fuente de inspiración de este trabajo.

El presente estudio parte de un marco transdisciplinar que combina, si se quiere, el análisis histórico con los estudios culturales, poniendo el foco en la construcción histórica de determinados significados asociados a la identidad. Para ello se han utilizado fuentes diversas tanto de la tradición escrita como de la tradición oral de Canarias, poniendo el foco en las dinámicas de la modernidad naciente y sus posibles continuidades. Esta investigación se integra en una línea ya iniciada que pretende aplicar un enfoque descolonial a los estudios canarios y que, tras profundizar en las nociones de insularidad, diasporicidad y criollidad (Pérez Flores, 2019), pretende probar la rentabilidad epistemológica de nociones como engenerización y racialización.

En este sentido, este artículo desarrolla, en primer lugar, un marco teórico en torno a las nociones de colonialidad y criollización. En segundo lugar, se ocupa del papel de la categoría ‘raza’ a la hora de comprender las dinámicas identitarias en la historia moderna de Canarias. En tercer lugar, aborda la categoría ‘género’ articulada con la de ‘raza’, aplicándolas de forma interrelacional al análisis de relatos escritos y orales sobre las mujeres canarias. El estudio concluye afirmando la necesidad de un enfoque descolonial que incorpore estas categorías de análisis social a las ciencias históricas en general y los estudios canarios en particular, exponiendo los resultados de su aplicación al análisis de las fuentes seleccionadas.

Colonialidad y Criollización

‘Ni Europeos, ni Africanos, ni Asiáticos, nos proclamamos Creóles’. Con esta frase da comienzo el manifiesto martiniqueño Éloge de la creolité, que no sin estragos podríamos traducir como Elogio de la criollidad (Confiant, Bernabé, & Chamoiseau, 1993). Y digo no sin estragos porque creolité refiere a un ámbito cultural y lingüístico de herencia francófona. Créole es ‘criollo’ en castellano, algo que puede llevar a una confusión debido a los diversos usos del término hispano.3 ‘Criollo’ normalmente refiere al ámbito iberoamericano y en muchos casos se circunscribe a cuerpos exclusivamente descendientes de europeos en las colonias. Por otra parte, desde los nacionalismos de los estados poscoloniales, lo criollo se ha reivindicado a menudo como algo atado a lo nativo. Así, el uso que se ha impuesto en muchos contextos tiene que ver con el reconocimiento de una mixtura intercontinental, especialmente cuestionada por los colectivos marginados de la criollidad: los cuerpos más racializados y feminizados.4

La criollidad, entendida en los términos del manifiesto es, a mi juicio, un buen punto de partida para abordar la identidad canaria, a pesar de que su uso no sólo es problemático sino atípico. Los términos ‘mestizo’ o ‘criollo’ no son comúnmente aplicados a la canariedad, oscilando a menudo las lecturas identitarias entre dos extremos: (1) una continuidad de lo europeo o lo español y, a modo de reacción, (2) una continuidad endógena para con el pasado indígena. Ciertamente existe una tercera opción, según el cual podemos hablar de una identidad ‘tricontinental’ o incluso ‘atlántica’ que reconoce en parte la criollidad para al mismo tiempo negarla. La primera forma de negarla es utilizando un léxico alternativo, porque ‘criolla’ o ‘mestizo’ conectan con una genealogía muy concreta, que es la de las identidades coloniales al otro lado del Atlántico.

Mi propuesta tiene que ver con emparentar a Canarias con esa historia atlántica atendiendo a la impronta de la colonialidad y, al mismo tiempo, dotar al marcador identitario de la ‘canariedad’ de una realidad propia, insular y mestiza, y no una identidad cuya definición pasa por su relación, más o menos periférica, con el continente. Este es el caso de términos como ‘intercontinental’ o ‘ultraperiferia’. Para lograr esto me sirvo del término criollo, entendiendo la canariedad como fruto de un incesante proceso de criollización. Pero, ¿en qué consisten realmente este proceso?

El término lo tomo del filósofo martiniqueño Édouard Glissant quien, a partir de la citada noción de creolité, desarrolla la propuesta de entender los procesos identitarios caribeños precisamente como procesos, no como productos. A estos procesos los enmarca en un movimiento violento y permanente, la creolisation: ‘Llamo criollización al encuentro, la interferencia, el choque, las armonías y disarmonías entre las culturas, en la totalidad realizada del mundo-tierra’ (Glissant, 1990: 194). Hay quien propone mantener este término en el original o castellanizarla (creolisación) para evitar confusiones con un término tan polisémico en español como ‘criollo’, pero reivindico que ‘criollización’ es a lo ‘criollo’ como creolisation a creolité: una relectura de la identidad como proceso donde las diferencias y las relaciones de poder no desaparecen. Lo criollo dota a un territorio de un marcador identitario autónomo, si bien tiene el problema de sugerir una identidad cuyos límites son claros y estables.

A pesar de que los enfoques de la criollización niegan toda pureza identitaria, pienso que para poder discutir sobre algo, véase la canariedad, esa entidad tiene que llegar a ser autónomamente, lo que excluye ser periferia de otra cosa o ser una esencia mítica invariable. Encuentro que la criollidad es un primer paso necesario para reconocerse como un producto histórico genuino, aunque la noción de producto nos lleve a imaginar una fusión definitiva y, lo que es peor, armoniosa.

Para compensar esta ilusión armónica y señalar la violencia me sirvo del concepto de ‘colonialidad’. Este término vendría a señalar las opresiones estructurales que los procesos de criollización recrean y desafían al mismo tiempo. Estas opresiones tienen que ver, entre otras cosas, con la imposición colonial de un paradigma racista y sexista de organización de la vida. Canarias sería un espacio fundacional de ese paradigma, y la etnicidad canaria una oportunidad para observar la conformación de la opresión racial y sexual, entendidas en los términos que inaugura la modernidad.

Como expondré a continuación, poner sobre la mesa las distintas facetas del proceso de criollización permanente de la sociedad canaria permite una lectura más adecuada de las coordenadas espacio-temporales en las que se ha desenvuelto la canariedad en los últimos cinco siglos.

Criollización y Racialización

Los procesos de criollización no se dan siempre con los mismos índices de violencia, ni de asimilación cultural. No cabe duda de que fueron relativamente rápidos en Canarias (Stevens, 1993; Baucells, 2014), debido a diferentes factores. Según el historiador canario Sergio Baucells: ‘Los indígenas supervivientes de la conquista y, fundamentalmente, sus descendientes, se asimilan cultural y socialmente a sus semejantes repobladores cuyos vínculos fundamentales se asientan en la posición de clase más que en una especificación étnica’ (Baucells, 2014: 141). Para Baucells este éxito de asimilación se debe a la violencia de la empresa colonial, que deteriora veloz y gravemente los ejes estructuradores de las identidades precoloniales, pasando a fusionarse estas en una categoría de reconocimiento administrativo concreta, la de ‘natural’. Esta categoría reflejaría una identidad que se criollizaría muy pronto y que desaparecería en el siglo XVI, siendo reclamada más tarde como vía de obtención de privilegios:

Natural pasará, por tanto, a designar también a los descendientes de conquistadores y colonos que no muestran ningún reparo en especificar su origen canario para distinguirse de los vecinos y moradores foráneos; fenómeno éste que, creemos, se consolida a partir del siglo XVII (Baucells, 2014: 144).

En este sentido, si reclamarse natural es una vía de obtención de privilegios, la raza, entendida como calidad de un origen determinado, no sería una categoría estructurante de la etnicidad canaria, como si lo sería al otro lado del océano (materializándose en la sociedad de castas). La clase estructuraría la naciente sociedad canaria, siendo los orígenes de cada cual indiferentes a esta estratificación.

Esta lectura de Baucells conflictúa con la idea de una identidad criolla, en el sentido de que contempla que la cultura precolonial es arrasada. Lo criollo implica siempre encuentro de etnicidades que, antes que desaparecer, generan un resultado nuevo que incorpora elementos de las diferentes partes. ¿Realmente fue tan exitosa la campaña de asimilación?

Hay quienes consideran que es más adecuado hablar de ‘transculturación’, en el sentido de que la cultura precolonial hace una aportación nada desdeñable a las identidades coloniales. Es el caso del historiador estadounidense Stevens Arroyo, que coincide con Baucells no obstante en que el proceso de asimilación fue rápido (comparado con el otro lado del océano), y en que la raza no es estructurante (Stevens, 1993). Considero interesante traerlo aquí por sus aportaciones genuinas y poco discutidas, debido en parte a que emana de un contexto de discusión anglófono.

Arroyo teoriza sobre las claves de este ‘éxito’, y las sitúa en las similitudes ecológicas del territorio africano con el de los colonos. Esta afinidad es la que facilita la incorporación del modelo económico ibérico y, en consecuencia, evita los índices de violencia/alterización de otros contextos, como los de Abya Yala. Y es que, por una parte, había tal cosa como una población indígena disponible como mano de obra, pues la enfermedad y la guerra no fueron tan devastadoras. Por otra, apareció muy pronto un contingente de mano de obra importada (desde el campesinado portugués “enviado” a un contingente norteafricano y subsahariano ‘capturado’) que aligeraba la carga de trabajo de la población nativa.

Además, existió una cierta continuidad entre la economía tradicional indígena, basada en la agricultura de cereal y la ganadería, y la de la nueva sociedad criolla: ‘Aunque mucho era nuevo para los Guanches, pudieron empezar la transculturación desde una función económica segura que ayudó a proteger su cultura de la destrucción inmediata”’(Stevens, 538).5 Esta afinidad ‘ecológica’ del territorio y sus cuerpos para con el proyecto de la cristiandad latina habilitó una ‘feudalización’ exitosa de una sociedad sin estado, a lo que sin duda contribuyó la posibilidad de matrimonios mixtos con las familias indígenas gobernantes. Esto fue más difícil en el Caribe, donde los citados índices de violencia (incluidos los epidémicos) complicaban mucho este tipo de pactos con los y las supervivientes de las élites nativas.

Valga decir que tanto la participación económica como la legitimación de los vínculos con las élites indígenas derivaron de las ‘políticas de contacto’ con el Islam y la judería medievales que venía implementando la cristiandad latina en la península ibérica (Arroyo, 1993: 534). Estas estrategias fueron fundamentalmente la repoblación de los territorios, contemplando un modelo de ‘simbiosis cultural’, y la extracción forzada de tributos, ya sea a través de incursiones violentas de bandas armadas o de instituciones como el repartimento. Estrategias que en última instancia se tornarán nada simbióticas y muy asimiladoras, a través de la expulsión y de la conversión.

Las verdaderas innovaciones políticas tuvieron de hecho que ver con una tercera medida que Arroyo suma a la participación económica y social de la población indígena en un modelo de organización feudal. Se trata de la legitimación religiosa de los nativos para la conversión. Esta legitimación, de la que el bautismo fue piedra angular, partió de una serie de debates en torno al rol de las sociedades paganas o idólatras en el contexto feudal.

La participación económica es indisociable de esta legitimación, porque la adscripción religiosa acabará por regular el estatus social. Quiero decir que instituciones medievales como el ‘repartimiento’ y la ‘encomienda’ se transformaron, con la expansión colonial atlántica, en una forma de ‘trabajo forzado nativo’ (Stevens, 1993: 540) justificado en el déficit de cristiandad de los cuerpos esclavizados. Aquí el modelo económico medieval se ‘racializa’, en el sentido del término propuesto por el sociólogo borícua Ramón Grosfoguel (2012: 93): implicando la ubicación de determinados cuerpos en un ámbito ontológico inferior ‘a través de líneas religiosas, étnicas, culturales o de color’. Es el momento en que parece la histórica polémica acerca del estatus de los cuerpos indígenas, una polémica en la que Canarias va a jugar un papel nada desdeñable (Arroyo, 1993: 517).

Las políticas de contacto medievales tuvieron un éxito relativo en Canarias, pero fracasaron estrepitosamente al otro lado del Océano. Dicho de otro modo: Aunque en el Caribe se emplean inicialmente las mismas estrategias, los resultados van a ser muy distintos Podríamos decir que el racismo se instituye en Abya Yala en respuesta a unas necesidades de acumulación que no pueden ser satisfechas siguiendo las políticas de contacto medievales. Así, en muchos casos la nueva identidad mestiza no fagocitará a la indígena, como en el caso ibérico o el caso canario, sino que convivirá con ello y reconocerá su alteridad. ¿Entonces en Canarias no operó el racismo? El propio Arroyo, como Baucells, considera que la raza es irrelevante en la conformación de la nueva sociedad canaria, porque existe otra afinidad entre el territorio europeo y el africano: la racial. El origen ‘caucásico’, no en vano avalado por toda una tradición antropológica sobre las islas (Estévez, 2011), habilitaría la conversión y, por tanto, una suerte de fusión criolla sin conflictos internos.

Claro que podríamos pensar que no se trata tanto de una ‘fusión caucásica’ como de una circunstancia histórica donde afinidades de otro tipo, más bien ambientales, generaron un alto grado de participación económica y social. El modelo canario ‘funciona’ precisamente porque la legitimación de la conversión no sólo es factible (ya que se están dando los grados de participación descritos), sino porque a esa mano de obra no esclavizable se la complementa con otra mano de obra no convertible. Así, la racialización se traspasa a otros cuerpos en el marco de una economía de plantación en ciernes: cuerpos africanos continentales. Estos cuerpos impuros, ya fueran idólatras o infieles, pasarán a ser otredades de la canariedad. En este sentido, la estructura racista que está cimentando la nueva economía de plantación, tan bien descrita por los estudios caribeños en los años noventa (Benítez Rojo, 1998; Glissant, 1990; Gilroy, 1993), está operando en el archipiélago.

Entonces, ¿podríamos concluir que la raza no define a la canariedad? Yo creo que no, sino que más bien es una categoría imprescindible. A pesar de la importancia de la clase, que tan bien señala Baucells, a mi juicio no es un vector suficiente para explicar la sociedad canaria moderna. La ‘raza’ no sólo es útil para entender la génesis de las otredades racializadas de la canariedad, sino para entender la propia canariedad. Y a pesar de las afinidades posibles entre el cuerpo colono y el cuerpo colonizado, la genotopia o la fenotipia no son suficientes para dar cuenta de los procesos de racialización. Se trataría más bien de un anacronismo, pues el eje regulador de las exclusiones o inclusiones no era tanto el aspecto del cuerpo como la ‘pureza de sangre’.

Una de las dificultades sin duda para hablar de la noción de raza en relación a la canariedad parte de este solapamiento de significados. En un sentido más contemporáneo, es obvio que a nivel fenotípico encontramos hoy una sociedad no muy distinta de la que pudiéramos encontrar en la península ibérica y donde, a diferencia del otro lado del océano, no parece haber trazas de una sociedad de castas. Además, a nivel religioso tenemos una exitosa campaña de cristianización y, a nivel lingüístico, tenemos la práctica aniquilación de la lengua indígena. Entonces, ¿por qué insisto en hablar de racialización?

Lo primero que me gustaría señalar es que los procesos de criollización nunca generan un producto identitario homogéneo ni armónico. Esto quiere decir que respecto a lo indígena, por ejemplo, quizá a unos niveles desapareció una noción de etnicidad compartida, pero a otros no. No existe un momento concreto en que toda la población pasa a tener una etnicidad compartida que no es precolonial, sino que existen y siguen existiendo varios procesos identitarios que se están dando a la vez y de manera conflictual. A finales del s.XVII, mientras el mestizo Cairasco de Figueroa hablaba amazigh y escribía en castellano (incorporando elementos de la cultura precolonial a sus producciones literarias), aún había población originaria ‘alzada’ en las montañas, en sustancial aislamiento (Pou et al., 2015). Al mismo tiempo, incluso cuando desaparece definitivamente una noción de etnicidad compartida filoamazigh, persisten muchos de los elementos que, fragmentados y escondidos, participaban de aquella etnicidad original. Aunque el estamento pasara a organizar la vida social, y aunque las poblaciones originarias no ingresaran en un único estamento, esto no es suficiente para hablar de asimilación, o no nos permite manejar una noción de asimilación en términos exitosos.

La colonialidad siempre fracasa, la asimilación también. Existe toda una ‘contracultura de la modernidad’, como la denominara Paul Gilroy (1993), donde elementos precoloniales se cuelan por los intersticios de la cultura criolla. En toda cultura de origen colonial, además, persisten procesos de racialización, tanto en su dimensión de cultura ‘colonizada’, y por tanto inferiorizada en un cierto sentido, como en lo que se ha dado en llamar ‘colonialismo interno’ (racismo intraestatal) (Mendoza, 2014). Aunque a partir de un determinado momento no exista un reconocimiento oficial que distinga a los ‘indígenas’ o incluso a los ‘naturales’ de los cuerpos colonos, eso no implica que no operen ciertas formas de otredad e inferiorización dentro de los propios procesos de criollización.

Reconocemos hoy, por ejemplo, que el racismo existe, sin necesidad de que en ningún documento oficial distinga o especifique nuestra raza. El problema al hablar de lo ‘no oficial’ reside, claro está, en las dificultades de acceso a estos reconocimientos informales. Tenemos, no obstante, una larga lista de fuentes escritas y orales, tanto de visitantes como de residentes, que pueden dar una idea de cómo funcionaban la naciente sociedad canaria y sus relaciones internas de poder. Estos relatos recrean siempre la colonialidad, donde lo masculino y lo cristiano operan como patrón, y donde se dibujan formas concretas de alteridad.

Claro que aquí nos encontramos con otro problema, y es que la mayoría de estos relatos acerca de lo que había ocurrido y de lo que ocurría están escritos por quienes se acercaban a una posición más honrosa en el patrón. Hay dificultades para saber lo que ocurrió en las zonas más oscuras, las zonas más cercanas al no ser, que decía el martiniqueño Frantz Fanon (2014), que es donde operan las resistencias a la asimilación cultural. Estas resistencias son, además, desiguales en las distintas islas y en el seno de las mismas, pues existen zonas muy expuestas y otras muy resguardadas de las campañas de asimilación.

Otro asunto crucial a tener en cuenta a la hora de valorar la racialización es que los testimonios sobre la autopercepción de los sujetos colonizados están condicionados por importantes factores. En el marco de la colonialidad, donde el reconocimiento identitario puede llevar a considerarte un cuerpo esclavizable, es habitual intentar dotarse de un linaje honroso y alcanzar un puesto cercano al patrón. Eso no quiere decir necesariamente que haya desaparecido una conciencia de etnicidad compartida y de subrepticias estrategias de solidaridad o apoyo mutuo. Un claro ejemplo es el no reconocimiento del origen africano de la población nativa que abunda en las fuentes, tanto por sujetos europeos como por indígenas. A pesar de las aún recientes discusiones al respecto, la procedencia norteafricana es probable que estuviera clara en ambos casos en el proceso inicial de criollización. Prácticamente todos los cronistas coetáneos de la primera modernidad coinciden en la tesis de tal procedencia. Es notorio el caso de Antón Delgado, indígena de Gran Canaria residente en Tenerife, que no tiene reparos al reconocer los orígenes norteafricanos de sus ancestros:

Parece que en el tiempo cuando los habitantes de Canarias de la tierra de África vinieron a parar aquí, todavía no había la secta de Mahoma, que ahora siguen los moros; porque yo entiendo tres lenguas, a saber, la de Canaria, la de Tenerife y la de La Gomera, y todas se parecen mucho a la lengua de los moros (Frutuoso, 1964: 95).

Valga decir que Delgado habla desde una posición privilegiada de integración en la naciente sociedad criolla, participando en los viajes coloniales a la Berbería. Entre la mayoría de la población indígena es presumible que sería difícil encontrar un reconocimiento en ese sentido, porque le hubiera costado una pérdida de estatus. Normalmente los y las indígenas muestran rechazo a hablar de ese tema o dan respuestas confusas. Ser de origen norteafricano significaba algo más que la idolatría: era acercarse a lo moro y, por tanto, al Islam.

Esto explica por qué en el proceso de feudalización, como señala Baucells (2014), la élite precolonial abraza pactos con la élite colona, dejando de lado la solidaridad intraétnica. Para ganar el mayor estatus posible dentro del nuevo régimen, muchos cuerpos indígenas pactan con el racismo y, como veremos, con el patriarcado. Si bien, como también señala Baucells, en una determinada coyuntura histórica algunos nativos reclamaban honrosos orígenes precoloniales, lo hacían precisamente para reclamarse como cristianos viejos. Esto no es incompatible con otra reclama innegable, que es la ascendencia colona, sino que tiene que ver con el mismo patrón: reclamarse cristianos más viejos aún.

Los moriscos, que eran esclavos norteafricanos, también intentaron que se les considerara naturales. Esto ocurrió en Fuerteventura en los siglos XVII y XVIII, en un intento de ganar un estatus por lo demás imposible de alcanzar en la península ibérica (Lobo 2015). Y lo consiguieron, con el apoyo del vecindario y las instituciones monárquicas (Lobo, 1993), favoreciendo esto su integración paulatina en la criollidad.6 ¿Esto quiere decir que ‘lo moro’ dejó de ser racializado? No es tan sencillo, a pesar del reconocimiento oficial.

Los cuerpos norteafricanos han seguido siendo marcados como otredad hasta el día de hoy, a partir de una identidad criolla construida de espaldas a África, esto es, de espaldas a lo negro y al Islam. Se trataba de dos elementos que acaban siendo demonizados y perseguidos para mantener la empresa colonial y el pulso de la naciente y marginal Europa contra el imperio donde casi no se ponía el sol: el musulmán. Y el caso es que esta demonización no deja de renovarse, pero son otros los tribunales. La Inquisición no expulsó en Canarias a ningún miembro de ‘la secta de Mahoma’ (Lobo, 1993), pero la narrativa identitaria del estado-nación español y la Ley de Extranjería correlativa lo hacen continuamente (Ouahib, 2022).

La pureza de sangre es la que unos siglos más tarde se traduciría en términos de blanquitud, y vendría dada por el racismo científico. La pureza de sangre es la racialidad en ciernes, en la que cada cual reclama orígenes honrosos en aras a des-otrizarse. La racialización implanta una jerarquía ontológica similar en todo lugar tocado por la expansión colonial moderno europea, adquiriendo diferentes formas de expresión y de resistencia según las particularidades de los distintos procesos de criollización. En este sentido, la sociedad canaria se criolliza siguiendo los patrones del paradigma racista, adquiriendo la ‘canariedad’ una posición privilegiada en el patrón colonial de poder debido a las particularidades del proceso de transculturación, y conservando, no obstante, una mancha imborrable, que es la mancha de todo lo criollo, de todo lo que no es puro y, sobre todo, de todo lo que está cerca de África.

A partir de este marco es posible esbozar la doble dimensión que la colonialidad ha impuesto y sigue imponiendo a los cuerpos canarios: la de ser colonizados y al tiempo colonizadores. Esta disposición no es exclusiva de la canariedad, sino que la canariedad es un punto de partida idóneo para pensarla: sin llegar a ser Europa, sin llegar a ser África, sólo a medias América porque un océano se impone.

Racialización y Engenerización

En Canarias se da un proceso de criollización genuino a partir del siglo XV ya que, a pesar del expolio y el genocidio, la naciente sociedad moderna canaria será fruto de la interacción, más o menos violenta, entre cuerpos europeos y cuerpos africanos. Este proceso de criollización lleva a un incremento de la desigualdad, de tal forma que ciertos hombres nativos adquieren un poder notable sobre otros hombres nativos (pasando a ser señores feudales) y todos ellos adquieren un cierto poder sobre las mujeres nativas, resignificadas según un proceso de engenerización sin precedentes (Lugones, 2008), o quizás una constatación (Paredes, 2014) o intensificación (Segato, 2010) de un patriarcado precolonial ya existente.

Sea como sea, la racialización no es pues la única jerarquización ontológica de los cuerpos que la empresa colonial comporta. La engenerización, tal y como la plantea la filósofa argentina María Lugones, implica una relectura binaria, heteronormativa y cisgénero7 de los cuerpos. Esta relectura se traduce en que, cualquiera que fuera la configuración social en el archipiélago africano, más o menos violenta para determinados cuerpos, esta transiciona a una división sexual de los cuerpos en la que habrá dos posibilidades identitarias, hombres y mujeres, definidas por características corporales que se entenderán como “atributos sexuales” y arropadas por características conductuales como la heteronormatividad. Esta división binaria, que no dual, implicará una superioridad ontológica de los hombres sobre las mujeres.

Esta organización particular de los cuerpos está marcada pues por el ‘sexo’ como categoría que, al igual que la ‘raza’, no existe independientemente de un sistema de opresión. El sexismo, como el racismo, se revela como un sistema de opresión concreto, que lejos de ser transhistórico y transcultural, se plantea como una característica concreta de la cosmovisión moderna europea. Esto no quiere decir que lo negro o lo femenino no existieran fuera de esta cosmovisión, ni que nunca se hubieran leído como problemas o amenazas, sino que no formaban parte necesariamente de una jerarquía ontológica. Para mí es importante reivindicar la categoría ‘sexo’ como categoría de opresión porque, de lo contrario, daría la impresión de que el género es una construcción cultural y el sexo una disposición natural. El sexo es una construcción cultural, tal y como lo es la raza (Pérez Flores, 2017), y por tanto puede imponerse. A pesar de ello, retomo el término ‘engenerización’ para evitar la polisemia del término ‘sexualización’, que implica una erotización de los cuerpos. Esta precisión terminológica se vuelve aún más conveniente si tenemos en cuenta que la sexualización es una consecuencia directa de la racialización/exotización de los cuerpos, un fenómeno por lo demás muy recurrente en los territorios insulares.

En cualquier caso, la engenerización afectó a Canarias del mismo modo que la racialización, reubicando a los cuerpos en las nuevas categorías sociales, transformando sus roles sociales previos al servicio de las necesidades de acumulación del capitalismo naciente (Federici, 2010). Como la colonialidad siempre fracasa, la feminidad hegemónica será un modelo perseguido para ganar estatus, nunca alcanzado al mismo tiempo. En el caso de las mujeres racializadas esta imposibilidad será una evidencia, pues el modelo de mujer hegemónico se corresponde con el de una mujer cristiana-blanca, al que la mujer criolla, más o menos cristiana, más o menos oscura, no puede acceder. En el caso de las mujeres canarias, una de las dificultades para examinar en qué medida se construye esta racialización es el archivo. Como ocurría con el caso de ‘los colonizados’, es muy difícil encontrar relatos emitidos por mujeres que den cuenta de su realidad específica. Hay pues que recurrir a tradiciones no escritas, así como reconfigurar la mirada hacia los archivos ya existentes.

Uno de los indicios más claros de que en la modernidad la raza y el género han estructurado las percepciones y autopercepciones de las mujeres canarias es que trazas de racialización persisten, e incluso se intensifican, en la modernidad tardía y la contemporaneidad. Desde la literatura de viajes al indigenismo insular existe una redefinición de lo canario, fundamentalmente de lo campesino, como heredero natural de lo guanche e incluso de lo africano. Incluso desde la percepción caribeña las ‘isleñas’ serán algo conectado con una cierta alteridad de la identidad criolla que conecta con la africanidad. Veamos esto.

De un lado, las propias viajeras inglesas en los siglos XVIII y XIX reconocen en las mujeres canarias un tipo de feminidad distinto, más cercano a lo salvaje y la animalidad (Pérez Flores et al., 2021: 145). Los viajeros, por su parte, a menudo sexualizan sus figuras, conectando a veces sus características o hábitos con el pasado precolonial (Gónzalez Pérez, 2005). Las mujeres canarias son concebidas como alteridades criollas y por ello no sólo son exotizadas, sino pensadas como contraste de las feminidades metropolitanas. Incluso un español como Federico García Sanchiz, escritor, viajero y miembro de la R.A.E., describía en los primeros años del siglo XX las islas como ‘una divertida y amena mezcla de costumbres británicas, tropicales y andaluzas’. El autor habla de tres identidades culturales distintas, una de ellas trasnacional: la tropical. Es curioso porque las islas no son tropicales, pero lo son en el sentido de aunar elementos asociados a las regiones tropicales.

En cuanto a las mujeres canarias, afirma que es ‘admirable la compostura de sus doncellas’ (García-Sanchíz, 1910: 13) pues, a pesar del manto: ‘la piel morena, la boca granate y los ojos que cautivan a un poeta moro, alejan de los oratorios y los conventos ascéticos’ (García-Sanchíz, 1910: 14). Aquí aparece África a través del filtro de un orientalismo (Said, 1978) exotizante y la idea de que, por mucho que haya permeado la religión, hay algo que invita a lo pagano (sobre todo en las mujeres). Se reconfirma también la idea de las crónicas de viajes inglesas según la cual las canarias (mujeres e islas), adolecerían de un sensual déficit de racionalidad que las conminaría a la simplicidad y la sumisión: ‘¡Las islas Canarias, las Afortunadas! Vivir quiero una vida de templanza, sin metafísicas, ofrenda a los sentidos, desmayada y gustosa, soñadoramente sensual’. Mujer e isla se fusionan como territorio de conquista.

Incluso el hombre forma parte de esta exotización pues, hablando de un tal Don Pedro de Telde, Sanchíz dice que tenía: ‘una media voz dulce y que arrullaba, que parecía un eco de guajira’. Y aclara que ‘fatalmente la voz aquella no podía salir sino de unos labios abultados y de criollo, bajo una mirada dormida de voluptuosidad y que sombrearan los rizos de una cabellera’ (García-Sanchíz, 1910: 16). Sanchíz prefiriría (o al menos se ve obligado a aclarar que lo preferiría) que una voz así viniera de una mujer, pues las trazas de africanidad (negritud) y la criollidad (mezcla) vuelven la voz del canario inevitablemente sensual. Don Pedro, de ‘color gitanesca’ (siguiendo con los ecos andalusíes), tenía además los ojos ‘bellos y mansos’, como todo en la isla.

Claro que incluso desde una perspectiva más interna los intentos de autodefinición de lo canario reproducirán también la idea de que las mujeres canarias, sobre todo las campesinas, están racializadas. En el siglo XX, corrientes artísticas como el indigenismo no sólo ‘africanizarán’ los rostros en una búsqueda plástica vanguardista, sino en una suerte de afirmación identitaria. Como comenta el artista canario José Otero:

La gran diferencia respecto a las corrientes europeas que previamente habían buscado un referente externo para rejuvenecer una plástica que se tenía por semimoribunda radica en que, en el caso del indigenismo, el otro ya estaba en casa; era la memoria del guanche-morisco- negro, del indígena y del esclavo, del derrotado y del pobre, del desaparecido y depotenciado, del campesino y no del ciudadano (Otero, 2020: 7).

Esto quiere decir que, sea más o menos consciente la búsqueda de una identidad propia, los y las artistas que han navegado las africanistas aguas de las vanguardias europeas más primitivistas se encuentran con algo imprevisto: ellos mismos. O al menos una parte de lo que son.

Este proceso es compatible y simultáneo con la articulación de la canariedad a partir de su distinción con lo africano. Las propias mujeres canarias escriben a menudo sobre África como una alteridad casi radical, exotizando a las mujeres africanas y escindiéndolas de su propia geneaología (Pérez Flores et al., 2021). En uno y otro caso, lo africano aparece como una dimensión ineludible para definir lo que es y lo que no es la canariedad.

Otro elemento sugerente para atender a los roles de las mujeres remitiría no tanto a la tradición escrita o la plástica como a la oral. Por ejemplo, podemos atender a cómo somos percibidas las mujeres canarias en el imaginario popular, en torno a la brujería. Las brujas son un objeto de estudio especialmente indicado para pensar los roles femeninos porque se corresponden con un modelo de feminidad condenado o perseguido de una forma específica desde los inicios de la modernidad (Federici, 2010). Son interesantes además porque sus desplazamientos aéreos están conectados con realidades migratorias, al menos en el caso Caribe-Canarias (Pérez Flores, 2023a). En este caso me interesa poner el acento otra vez en relatos externos a las islas y en particular en los presentes en la tradición oral cubana, que en no pocas ocasiones menciona a las brujas isleñas que atraviesan el océano. Muchas veces estas mujeres acuden para vengarse de aquellos isleños que las han abandonado, otras simplemente a divertirse (fornicar, bailar, etc.), lo que se puede leer como una forma, si no de venganza, al menos sí de desafío. Otras simplemente vienen a encontrarse.

Estas mujeres a veces ‘volaban por el aire tocando un tamborcito’ o ‘iban a las montañas donde se reunían y tenían sus bembés’ (Hernández, 1992: 563). Como se puede intuir, las brujas isleñas a menudo están africanizadas (a veces son blancas, a veces negras), recordando a los brujos de Angola, aunque haciendo más ruido que ellos. Su cualidad de mujeres, o más bien de ‘malas mujeres’, las hace más ‘ruidosas’. Su cualidad de mujeres-otras, en particular de isleñas, las racializa de algún modo, aunque esto no se corresponda necesariamente con una fenotipia determinada.

Esto no es tan de extrañar si tenemos en cuenta que tanto la raza como el género como la propia magia son constructos interesados al servicio de la colonialidad. Se puede ver en los retratos de las pétroleuses, las comuneras que atormentaban la imaginación burguesa europea. ‘En el siglo XVIII la bruja se estaba convirtiendo en una practicante africana del obeah, un ritual que los colonos temían y demonizaban por considerarlo una incitación a la rebelión’ (Federici, 2010: 315). La magia es un déficit de cristiandad y, más tarde, de cientificidad, dos patrones fundacionales de la colonialidad. Ser una persona racializada es partir de un déficit de pureza de sangre (cristiandad) o, tal y como se reformulará más tarde, de racionalidad (ciencia). Ser una persona feminizada es también tener un déficit de pureza y de inteligencia. La raza está herejizada e irracionalizada, la magia está racializada y feminizada.

Así, las brujas isleñas, que suponen una amenaza en cierta medida para las mujeres cubanas que comparten lecho con los isleños y, sobre todo, para los isleños con doble vida, devienen otredades de la feminidad hegemónica. En su imaginario la bruja siempre es ‘otra’: ‘todas eran isleñas, cubanas no vide ninguna’ (Hernández, 1992: 561). Las brujas isleñas son una suerte de calibanas (Pérez Flores, 2022): no llegan a ser del todo blancas, no llegan a ser del todo mujeres.

Si los hombres en el contexto colonial definen su identidad delimitando su masculinidad en base a las mujeres en general (la feminidad es su opuesto, marcado por el déficit), también las mujeres delimitan su feminidad en base a otras mujeres. En ambos casos las mujeres isleñas son ‘otras’ que, paradójicamente, forman parte de las identidades ‘nacionales’. Las brujas isleñas dibujan los fantasmas que la identidad criolla, blanqueada y masculinizada, realiza esfuerzos ininterrumpidos, más o menos conscientes, por expulsar.

Estas lecturas de la otredad femenina canaria ponen sobre la mesa la imposibilidad de comprender la conformación de la sociedad canaria moderna, y en concreto de la feminidad, únicamente desde el vector ‘clase’. Como todo territorio afectado por la expansión atlántica, la naciente sociedad canaria fue organizada según un patrón racista y sexista de poder. Este patrón generó una estratificación de los cuerpos en el seno de la nueva sociedad criolla, estratificación que no sólo se mide a partir de los distintos reconocimientos identitarios oficiales (tales como natural, mujer, esclavo, etc.), sino otros no oficiales a través de los que opera el poder.

La canariedad es identidad criolla que no deja de criollizarse. Existe una ‘contracultura de la modernidad’ que sin atisbo de duda operaba y opera hasta nuestros días, si bien es difícil de determinar en qué ha consistido. De los alzados en las montañas a los secretos saberes femeninos en las alcobas, de los conjuros esclavos a las cosmovisiones campesinas, existe toda una tradición que cuestiona el legado moderno y que es excluida incluso de la propia canariedad.

Ser mujer canaria en este contexto produce un tipo de opresión específica. Para las mujeres canarias es crucial reconocer que ha habido una construcción masculinizada y blanqueada de la canariedad, y por tanto un borrado de sus identidades. El caso canario guarda además una especifidad especialmente violenta: no partir siquiera de un imaginario explícitamente criollo al que cuestionar. Si bien las mujeres de las excolonias se vieron excluidas de los nuevos proyectos nacionales tras los procesos de descolonización, en Canarias este proyecto nacional no llega a constituirse, lo cual tiene sin duda sus consecuencias. En vez de la violenta imposición de un imaginario mestizo masculinizado, nos encontramos con la ausencia siquiera del reconocimiento de una identidad colonizada, y mucho menos colonizante, a la que contestar.

Conclusiones

Tras este recorrido se pueden inferir varias cosas. La primera de ellas es que los principales relatos en torno a la conformación de las identidades canarias obvian el peso de la colonialidad, tanto en su dimensión racial como sexual. El borrado de la colonialidad se hace de distintas formas y el proceso puede culminar tanto, en un extremo, diluyendo la canariedad en europeidad-blanquitud (pues sólo la clase habilitaría generaría especificidades) como, en otro, identificando canariedad con raza indígena, en un acto de resistencia. Desde este purismo ontológico, o bien somos Europa, porque de lo indígena no queda ni rastro (y de algo así como ‘África’, mucho menos); o bien somos descendientes de la raza guanche, una raza que conserva su pureza (Pérez Flores, 2019: 6).

Ambas fórmulas acaban por fortalecer nociones esencialistas de identidad y debilitan la dimensión oceánica y africana de la identidad canaria. Ambas se muestran contrafácticas a varios niveles, y en sus reconstrucciones acaban por responder a las necesidades específicas impuestas por el patrón colonial de poder. Incluso los nobles guanches se presentan como una ensoñación masculina casi mítica, sin origen geográfico preciso, de una virilidad sin límites (Pérez Flores, 2018: 119).

Obviamente, la segunda opción es dignificadora: otorga un reconocimiento ontológico (aunque esté blanqueado y sea cisheteronormativo). Tal y como me señaló la activista anticolonial canaria Jéssica Pérez, poner ambos extremos en el mismo plano puede contribuir a una larga tradición de borrado e infravaloración de las resistencias anticoloniales canarias a partir de una lectura reduccionista. Teniendo en cuenta el papel emancipador de las construcciones identitarias ‘por oposición’ (Pérez Flores, 2022: 135), se trataría únicamente insistir, en una línea muy fanoniana, en la necesidad de complementarlas con un enfoque criollizante.

Por otra parte, y como ya se ha dicho, existe una tercera opción según la cual somos mezcla. Quizá la más popular sea la de la ‘tricontinentalidad’, heredera de una mirada moderno-continental (Pérez Flores, 2017: 368) y de un atlanticismo romantizador (Pérez Flores, 2017: 327). Ambas miradas ocultan también, en cierta medida, la dimensión tanto oceánica como africana de la identidad. Son enfoques esenciales para cuestionar el relato colonial por su potencial antiesencialista y no binario y, al tiempo, corren el mismo peligro que los imaginarios de pureza de ignorar la impronta de la colonialidad y sus violencias. Entonces, ¿cómo ir más allá? ¿Cómo evidenciar la colonialidad?

Creo sin duda que sin el punto de partida concreto que representa la africanidad, que ofrece coordenadas históricas y geográficas concretas para trazar una genealogía propia, las islas quedan atrapadas en una dulce deriva, tal y como las soñaban las mitologías continentales. Aparte de esto, el reconocimiento de la criollidad nos obliga a abordar la canariedad como producto identitario de una empresa colonial. A partir de aquí, los vínculos transoceánicos de la tricontinentalidad pueden revelarse como fruto de dinámicas históricas violentas y la identidad cultural canaria como fruto de una herida colonial y de una penetración masculina del territorio y de sus cuerpos, más o menos literal. La noción de criollización nos permite asimismo reconocer el fracaso de la empresa aculturadora, en el sentido de que la asimilación exitosa nunca se produce. Lo criollo se supera en favor de la criollización: proceso histórico siempre violento y siempre inacabado. A partir de esta constatación, los patrones de racialización y engenerización que estructuran la empresa colonial canaria pueden delinearse con mayor claridad, pues los márgenes de la canariedad persisten a pesar de los siglos.

Desde este punto de vista, tanto negar como sorprenderse por el racismo o el sexismo de la sociedad canaria dejaría de tener sentido. No podemos dejar de ser racistas si no reconocemos el rol determinante de la raza en la conformación de todas las identidades, y en particular de nuestra propia identidad. Lo mestizo no te quita lo racista, al contrario: lo recrea siempre de nuevas maneras. Al mismo tiempo, lo racista no te quita lo mestizo, ni lo fenotípico tampoco. Por mucho que se quiera salvar la distancia, la blanquitud queda a unos miles de kilómetros. Por mucho que no haya religión o lengua propia, hay una criollidad implícita a la cultura que nos atraviesa. Somos criollas sin lengua nacional, pero con la lengua torcida (unas más que otras). No hablaremos nunca la lengua hegemónica a no ser que nos cortemos la nuestra, cosa que incontables generaciones nativas no han dudado en hacer, al menos de una manera metafórica.

Descolonizar pasaría por dejar de cortarse la lengua y combatir el legado eurocéntrico. Desistir de legitimarnos siempre a través de un Humboldt, un Unamuno, un Breton o cualquier otro hombre europeo, explorador de paso. Transitar la africanidad, afrontar los escollos de estas reapropiaciones y desprenderse de privilegios. Reivindicar lo denostado, las periferias feminizadas de la canariedad de ayer y hoy. Desromantizar el territorio y sesear hasta que suene recto.

Notes

  1. Este artículo, sometido a un proceso de revisión por pares ciego, es una revisión y ampliación de la ponencia ‘Canarias criolla: raza, sexo y colonialidad’, pronunciada en 2020 en el XXIV Coloquio de Historia Canario-Americana y publicada en las Actas de Congreso del mismo coloquio (XXIV–012) en 2021.
  2. Plural de amazigh, término que abarca al conjunto de etnias originarias del norte del continente africano denominadas tradicionalmente como ‘bereberes’. Estas etnias poblaron el archipiélago canario, en cuyo entorno insular adquirirían características específicas.
  3. Para conocer más sobre los distintos usos, ver mi artículo ‘Hay que ser risquera: reflexiones en torno a la canariedad’ (2023b).
  4. Para conocer más sobre la crítica al mestizaje con perspectiva feminista, pueden consultarse autoras como la boliviana Silvia Rivera Cusicanqui, la argentina Rita Laura Segato o la afrodominicana Ochy Curiel.
  5. La traducción es mía.
  6. Tal y como señala Manuel Lobo (1993: 442) ‘si los moriscos no fueron expulsados de Canarias, se debió en parte a sus propias gestiones y al apoyo que les prestó el vecindario, interesado lo mismo que la Audiencia y el rey que las islas no quedaron despobladas. Viera y Clavijo añade que tambien tuvo que ver en ello la representación de los señores territoriales’ sin embargo nosotros en nuestra documentación no hemos hallado ninguna interseción de los mismos; al contrario, si conocemos las peticiones del marqués de Lanzarote pidiendo que lo sacaran de allí.
  7. Una organización cisgénero de los cuerpos es aquella que asume que la identidad de género se corresponde con el sexo asignado.

Conflicto de Intereses

Declaro que soy una de las editoras invitadas de esta Colección Especial; sin embargo, quiero enfatizar que todo el proceso de revisión por pares ha sido completamente independiente y separado de mi labor como editora de esta colección.

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